Resuena el concepto de “ladrón de guante blanco” por estos días. Un oxímoron que esconde un delito cometido sin violencia, con cierta elegancia, una expresión reservada para estafadores y embaucadores.
Roberto Bolaño fue un escritor chileno nacido en Santiago en 1953. Pronto su familia partió rumbo a una quinta llamada “El poncho roto”, donde, siendo muy pequeño, andaba libremente a caballo y escuchaba radioteatros con su madre y su abuela. Horas que él mismo tildaría de muertas, donde aparentemente no pasaba nada, pero que llenaron su mundo infantil de historias.
A los tres años, su madre detectó en él una madurez inusual y lo llevó al médico, quien confirmó que tenía un coeficiente intelectual superior y que siempre se desarrollaría por delante de sus coetáneos. Marcado por el Mundial del 62, pasó su infancia coleccionando figuritas.
Acudió al Liceo de Hombres de Los Ángeles, no la ciudad de las estrellas de Hollywood, sino una de calles de tierra y casas humildes.
Bolaño era poeta, sin dudas. Sobre esta faceta dijo en una entrevista:
"Para ser poeta hay que tener la valentía de mirarse en un espejo negro y saber si uno es cobarde o valiente."
El ladrón de libros Roberto Bolaño
Era también un ladrón de libros, una costumbre que compartía con otros escritores y apasionados de la literatura. A los 15 años, las estanterías representaban para él una fortaleza inexpugnable que a veces le impedía hacerse con algunas joyas, como las tres figuritas de la selección de Brasil que nunca pudo conseguir. Luego partía hacia la Alameda, donde pasaba horas leyendo su botín al sol, dándole vida al tiempo. No era simple cleptomanía; era la necesidad urgente de absorber mundos contenidos en páginas que, de otro modo, le serían inaccesibles. Cada libro sustraído era una victoria contra las limitaciones económicas, una puerta abierta a universos literarios que alimentarían su propia creación.
En septiembre del 73, regresó a Chile cruzando tierra y mar, "como una tortuga", lento y penoso. Llegó con el sueño de formar parte de la revolución, pero se encontró con un golpe de Estado que lo azotó a él y a sus ideales. Lo encarcelaron de inmediato, pero fue liberado por un antiguo compañero de estudios que se había convertido en policía. Su familia lo obligó a retornar a México. Él quería ser testigo en primera persona de lo que sucedía en su país natal, y vaya que lo fue.
"Casi me matan dos veces, como a tantísimos chilenos, como quien mata reses en el matadero, sin personalizar nada", diría años después sobre aquellos días bajo la dictadura.
El tiempo que no pasó en una comisaría lo empleó en escribir, y ya de vuelta en México, no paró más.
Como quien aterriza en una dimensión paralela, sin un peso pero con hambre de literatura, fundó el Infrarrealismo. Con un grupo de jóvenes igual de hambrientos, convirtió ese movimiento en una declaración de guerra contra los poetas de salón. Con Mario Santiago y Ramón Méndez irrumpían en lecturas para interrumpir a escritores consagrados, vivían en cafés y escribían como si cada página fuera una pelea a cuchillo. Fueron tan odiados en el círculo literario que se llegó a declarar: "Que Bolaño se vaya a Santiago, y Santiago también".
El desprecio por su trabajo lo empujó a marcharse a Europa en el 77, buscando trabajo en Suecia. Pero recaló en Barcelona y se enamoró de la ciudad, a la que catalogó como la más hermosa del mundo.
Finalmente, se afincó en Blanes, en la Costa Brava, donde penó económicamente en pos de su pasión literaria. Trabajó de camarero y en campings, pero siempre escribía de noche. Siguió robando libros porque, según él, "no era delito; uno comienza robándolos y termina leyéndolos".
Steven Tyler no camina, se desliza. No canta, ruge. No envejece, muta. Durante más de cinco décadas, el líder de Aerosmith ha sido el último gran acróbata del rock & roll, un hombre que convirtió su cuerpo en un espectáculo y su voz en un látigo capaz de domar estadios enteros.
Hijo de un pianista clásico y una madre que vio en él algo más que un chico hiperactivo con voz de trueno. Creció entre partituras y rock primitivo, pero fue cuando escuchó a Little Richard que supo lo que quería: no solo cantar, sino ser un dios del escenario. Tenía una mala costumbre, adivine usted: robaba discos para devorar su pasión, la música.
En los años 70, Tyler encontró a su alma gemela musical en Joe Perry, y juntos formaron Aerosmith, una banda que sonaba como los Stones pero con más descaro, como Led Zeppelin pero con más calle. Desde los primeros riffs de Dream On hasta la salvaje Walk This Way, Tyler perfeccionó el arte de ser un rockstar en una época donde el exceso no era un error, sino un requisito.
En los 80, la banda se desmoronó entre peleas y adicciones, y Tyler se convirtió en la definición ambulante del rockero quemado. Pero cuando todos lo daban por muerto, resurgió en los 90 con Get a Grip y un inesperado romance con el mainstream, impulsado por power ballads como Crazy y I Don’t Want to Miss a Thing.
![]() |
El hurgador Tyler |
Hoy, Steven Tyler es más que un cantante: es un ícono. Su voz sigue desgarrando el aire, su silueta sigue envuelta en bufandas y su historia sigue siendo la de un hombre que nunca aprendió a hacer nada a medias. Y sí, robó discos por amor a la música, no al dinero.
Bolaño murió a los 50 años de un fallo hepático, dejando como legado Los detectives salvajes y la póstuma 2666, entre otras genialidades. También dejó frases como esta:
"Dentro de 4 millones de años va a desaparecer el escritor más miserable del momento en Santiago de Chile, pero también Shakespeare y Cervantes. Todos estamos condenados al olvido, a la desaparición total. En el gran futuro, en la eternidad, Shakespeare y menganito son lo mismo: son nada."
Se tomaba con humildad los elogios y con cada crítica argumentada, su talento se alimentaba. Serio, calmo y profundamente introspectivo, hablaba casi en aforismos.
Tyler, revolviendo la basura para rescatar una obra de arte del olvido en la Ciudad Vieja, reconociendo que la belleza puede hallarse en el lugar menos esperado. Bolaño, escondiendo entre sus juveniles vestimentas los Stendhal que aún no había podido leer y deseaba con pasión.
Esos sí merecen el título de ladrones de guante blanco, con romántica dedicatoria. Los demás son ladrones y punto.
Grande Bolaño, gran novela "2666". En 1962 hubo un mundial en Chile pero a él le gustó más el de 1963.
ResponderBorrar