Necesitaba la sencillez de espíritu que brinda una tarde de playa. Esa idiotez pura, noble y primitiva, como si los niños arrojando arena y los viejos chapoteando en la orilla fueran un espejo de lo que somos cuando nadie nos mira. Ahí, entre el viento cortante y el sol que quema, te das cuenta de por qué los perros son nuestros hermanos: ellos son la personificación de la libertad de no pensar demasiado.
Me tiré al agua sin mirar atrás, y el mar me escupió una verdad que ya conocía: estamos atrapados en una cuerda floja entre el placer y el dolor, felices solo cuando nos dejamos tragar por la inmensa nada.
Un verano como este, pero boreal y de enorme bochorno que impedía conciliar el sueño por las noches llego a mis manos un libro de aventuras, de libertad despreocupada, de caminos abiertos y destinos inciertos.
Hasta donde el viento me lleve de Eduardo Redujch, un uruguayo con alma de vagabundo.
Nacido en Montevideo en 1952, un poco del Cerro y otro poco de Tala, realizó estudios preuniversitarios de arquitectura y medicina. Comprometido con las luchas estudiantiles previas a la dictadura, luego del golpe militar de 1973 se ve obligado a dejar su país.
Se estableció en un pequeño pueblo de México llamado Uruapan (eterna primavera en la lengua de los indios tarascos) durante dos años. Luego viajó a Canadá, donde estudió teatro y trabajó en una fábrica de zapatos.
En 1978 emprendió su primer viaje por tierra, que lo llevó a recorrer toda América, desde Vancouver hasta la Patagonia, y a aprender el oficio de andariego y contador de cuentos. De vuelta en Toronto compró un pequeño velero de ocho metros al que bautizó Charrúa y sin saber nada de navegación se lanzó en solitario a cruzar los mares y vivir aventuras, a lo cual ha dedicado los últimos veinticinco años de su vida.
En 1984, con un fugaz regreso a Uruguay, pasó a ser el primer navegante solitario uruguayo en atravesar el océano Atlántico.
Con un sextante de plástico y rudimentos de navegación, comenzó su largo camino. Vivió tormentas y descubrió islas. En La Polinesia pregunto donde podía comprar fruta y alimentos, y los sonrientes nativos le señalaron la montaña.
La experiencia le permitió ser capitán de yates de lujo en Chipre, pero también mozo en Sudáfrica. Allí, lo recibieron con honores en la embajada de nuestro país. Como buen buscavidas, aprovecho la ocasión para comer y beber, quizás demasiado, y le pidieron que cantara una milonga. Entre el público, Eduardo solo veía una mujer con el cabello del fulgor solar y ojos de océano. Cuando partió de allí, en medio del cabo de Buena Esperanza , le pregunto al Charrúa si no debían volver a por ella, y así lo hicieron.
Tratar de transmitirle todo lo que encierran las vivencias de Rejduch es tan imposible como irrespetuoso, ya que él lo narra de una manera hermosa que jamás osaría arrebatarle.
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Nuestro Quijote, Eduardo RejduchDe la Mancha |
La novela de es un relato de viajes, pero también de introspección. Su protagonista se desplaza sin rumbo fijo, con la liviandad de quien entiende que el camino es tan importante como la meta.
"Navegar es engañar al tiempo, detenerlo en la curva de una ola o en el grito de una gaviota, mientras el mundo sigue su curso allá lejos, ajeno al marinero que, sin prisas, se deja abrazar por la soledad pura y cristalina, tan simple como la del ciervo que busca el monte."
Si existe un musico que representa el espíritu de un marino solitario que se enfrenta a las tormentas del mundo impávido, ese es Bob Dylan.
Alla por 1961 apareció en Nueva York un chico flaco de Minnesota, con el pelo revuelto y una guitarra que parecía más grande que él, con un hambre que no se saciaba solo con comida. Bob Dylan no era más que otro desconocido en la escena folk del Greenwich Village, pero había algo en su manera de murmullar las palabras, en el desgarro de su voz, que hacía que la gente se girara a mirarlo. No era un gran cantante, ni el mejor guitarrista, pero tenía algo más valioso: la capacidad de capturar la mística de su tiempo con una clarividencia profética.
Las noches en el Café Wha? y el Gaslight lo vieron cantar versiones de Woody Guthrie con el descaro de alguien que ya intuía su destino. No tardó en llamar la atención de los nombres grandes de la escena: Dave Van Ronk le prestó su guitarra, Suze Rotolo lo convirtió en un poeta con filo, y John Hammond de Columbia Records apostó por él cuando otros solo veían a un tipo con el acento de un vagabundo y un repertorio de canciones prestadas. Para cuando grabó su primer disco en 1962, Dylan todavía no era Dylan. Pero algo se estaba gestando.
Pronto se vio acosado en las calles, esquivando a los primeros fanáticos y reinventando respuestas para las mismas preguntas que los ávidos periodistas le lanzaban, intentando desentrañar el mito neonatos. Un par de discos después, Bob Dylan ya no era solo un joven que cantaba canciones de protesta folk; se había alimentado de influencias y experiencias que lo transformaron. De aquel fermento nació uno de los discos más importantes de la historia: Highway 61 Revisited.
Su público esperaba lo de siempre, que siguiera siendo el mismo. Pero cuando enchufó una Stratocaster y arrancó con Like a Rolling Stone, recibió insultos y le arrojaron objetos. Así es la vida.
Por eso le gritaron "¡Judas!", porque no hizo lo que de él se esperaba, porque desafió el guion de la vida cotidiana y rompió las reglas sagradas de lo común. Su respuesta fue simple: "No te creo…eres un mentiroso". Y luego, tocó a toda pastilla.
Hay que ser valiente para enfrentarse solo a una tempestad en medio del océano o a una multitud iracunda, pero, sobre todo, a las expectativas de los demás.
También lo hizo así Redujch. Gracias a su libro, en una noche de borrachera me abracé con mi hermano frente a los pájaros dormidos, esperando a magos que los despertaran para emprender viaje. Juramos, como él, conseguir nuestro propio barco y emular sus quijotadas. Aún no lo hemos logrado. Quizás por las cosas de la vida, o por la vida de las cosas.
Además, supe celebrar al mejor suegro que la vida me regaló: marino como Eduardo, igualito a Mel Gibson, tan intrépido como humano. De él aprendí que no siempre nuestros esfuerzos por ser amados son retribuidos, pero un navegante siempre sabe capear los vientos más fuertes.
El verano se acaba, y no es lo único que llega a su fin en estos días. También hay nuevos comienzos.
¿Qué pensamos hacer con nuestras vidas? ¿Enterrarlas bajo un abrigo y olvidar el peso del sofocante verano por una temporada? ¿O enfrentarnos al mundo con autenticidad, desafiando mares inciertos y sombras desconocidas con audaz valentía, en lugar de la cómoda complacencia?
La imagen de Dylan y Eduardo se me presenta como una señal, una advertencia de que algo viejo se va y algo nuevo está por venir. Y esos ires y venires me traen a la memoria esa canción fermental de su cambio radical, sus letras potentes que le merecieron nada mas y nada menos que el premio Nobel:
¿Como se siente?
¿Como se siente?
¿Estar sin casa?
¿Como un completo desconocido?
¿Cómo una piedra rodante?
Aw, ibas a la escuela más fina, señora Solitaria
Pero sabes que solo te embriagabas
Nadie te enseño a cómo vivir en la calle
Y ahora debes acostumbrarte
Dijiste que nunca te comprometerías
Con el vagabundo misterioso, pero te das cuenta
Que el no vende excusas
Mientras miras al vacío de sus ojos
Y dices, "¿Quieres hacer un trato?"
La respuesta, amigo mío, quizás sea soplar en el viento. O tal vez como hizo Eduardo: dejarse llevar por él.
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