El demonio salió tanguero.

 Que un cineasta sea bastante intransigente y su obra, árida y minoritaria, no quiere decir que la persona que firma esa obra sea antipática y malhumorada. Los testimonios de quienes han entrevistado al húngaro Bela Tarr dan cuenta de un tipo simpático y totalmente receptivo a charlar con los periodistas, sin dejar de contestar ninguna pregunta.


 
Tarr ha sido fuente de polémicas en la década pasada entre quienes cubren los principales festivales cinematográficos del Primer Mundo. Hay gente que lo idolatra, lo compara con varios Maestros de la Historia del Cine como Antonioni, Tarkovskii, Angelopoulos o Bergman y otros que dicen que es el tipo más aburrido del mundo, que muchos críticos se duermen con su cine pero no se animan a aceptarlo. Una polémica que ya ha existido con otros casos antes que el amigo Bela debutara. Por lo menos, queda claro en sus dichos que no tiene ganas de complicarla para fastidiar ni para hacerse el artístico.

 No puedo hablar como quisiera de su obra, compuesta de nueve largometrajes, porque sólo he visto tres (por cierto que ninguno ha sido estrenado en la Banda Oriental, valgame Dios), el que nos ocupa, "Armonías de Werckmeister" y "El caballo de Turín", el que el propio Tarr ha presentado como el que finaliza su carrera, pero hay quien la ha estudiado en profundidad y a ellos me remito.


 
  Esos entendidos dividen su obra en dos partes: la primera, más convencional -es un decir-, más volcada al documental y muy furiosa con la realidad de Hungría, en los estertores de un régimen comunista que pasó, sin embargo, por ser el más liberal y más exitoso económicamente de los satélites de la U.R.S.S. y una segunda parte, a partir del quinto film, desesperanzado, negro y amargo, en donde afina su estilo de largos planos obsesivamente coreografiados, donde sus personajes -muchas veces no actores- son objetos que forman parte de la composición de la imagen, siendo ésta la que narra y no la anécdota que nos cuentan.

  "Satantango" (o, más propiamente, "El tango de Satan") fue su sexta obra, finalizada en 1994. El hecho de ser en blanco y negro -como casi toda la obra de Tarr- y durar siete horas y media, no ha ayudado a su difusión por estas tierras aunque Dodecá la proyectó hace 14 años y Cinemateca hace 5. Adaptando muy libremente la novela homónima de su frecuente colaborador (y coguionista) László Krasznahorkai, cuenta la historia de una granja colectiva en crisis, luego de la caída del comunismo -aunque ésto último nunca se menciona, así que andá a saber si no es antes- en una sociedad que tampoco anda muy bien y la reaparición de un personaje extraño llamado Irimiás, un poco como una especie de apostol bíblico, aunque no parezca demasiado de fiar.

  Tarr es un formalista y esa anécdota es solamente una excusa para presentar un mundo de pobreza, quizás en descomposición -el autor suele presentar paisajes como aquí, donde llueve permanentemente, hay frío y barro por todas partes- en donde es difícil encontrar un personaje que se salve.

 

 
  Esta descripción podría hacer pensar en un cineasta absolutamente cínico, que se divierte en provocar maldades a sus personajes o en un amargo totalmente aburrido. Nada de eso. Si bien Tarr no es un tipo que derroche humor -por lo menos en su obra, parece ser un pesimista de aquellos- y que abundan los momentos en que "no pasa nada" y la narración es mucho más lenta, por cierto, que el cine convencional que estamos acostumbrados a ver, no es un mero filmador de planos que posan de artísticos, como tantos que conocemos. Al tipo no le gusta apurarse para contar y, si bien admito que a "Satantango" se le podría sacar una horita u hora y media tranquilamente, ese tono majestuoso de narrar no es gratuito. Hay toda una visión de su país, del mundo, de nuestra sociedad.

  (ALERTA, SPOILER). La anécdota de la película es más bien extraña. Ese ser que han dado por muerto reaparece y se encuentra luego de unas cuatro horas largas del film con los habitantes de la granja colectiva, quienes aceptan sus órdenes, dudan y luego, sobre el final, se reencuentran con él y vuelven a obedecer sus contraórdenes. Más allá de la amarga conclusión -el pretendido líder Irimiás es simplemente un informante de la policía- una de las cosas más sorprendentes del final es que, como en una cinta de Moebius, volvemos al comienzo luego de transcurrida toda la película. He leído varios análisis sobre "Satantango" y nadie lo menciona, así que o yo estoy demasiado perceptivo o, simplemente, estoy loco. Todo el desarrollo del film nos lleva hacia el inicio, aunque parezca que está narrando lo que pasó después, lo que se puede tomar como una nueva muestra del pesimismo y también de la maestría de Tarr.

Armonías de Werckmeister
  
  Anteriormente había visto, como he dicho, "El caballo de Turin". Para mí, a esa altura el mentado pesimismo del autor ya viró a un total nihilismo que lo hace, aquí sí, aburridamente minimalista. En este largometraje podemos ver con total realismo cómo es la vida de un padre y su hija, campesinos muy pobres pero al final dan ganas de agarrar a Tarr (bueh) y llevarlo a un tablado donde haya festival de parodistas y comprarle una cerveza y un choripan. 

 ME.LA.M.M.U.

 ¿Música tropical, tan fino que te creés? Bueno, no exactamente: salsa, esa mezcla de  jazz y ritmos latinos. Ruben Blades es, indiscutiblemente, su cultor más conocido por aquí y tiene, entre otros temas más transitados, éste que es bien salsero pero también muy bien arreglado por Willie Colon, en la época en que se llevaban bien y colaboraban como los dioses. Atento al solo de vibráfono a los 5 minutos. Para los chusmas, Paula Campbell fue una pareja del cantante y él asume que la culpa de la ruptura fue suya. En todo caso, un temún.


Ruben Blades - "Paula C."

 

 SEAN LOS ORIENTALES TAN ENFERMOS COMO ESTÚPIDOS

 Domingo, 7 y poco de la mañana. Nadie medianamente normal tiene ganas de trabajar, todos estamos con una taza de café para ver si encaramos la vida. Estoy de jefe y suena el celular que me dio la mutualista para que las distintas secciones me ubiquen. Me llaman de Central Telefónica para avisarme que todos los teléfonos están muertos, sean directos o internos. Llamo entonces a reclamar a Antel y -no de primera- me comunico con quien está de guardia para estas cosas. Me contesta que, en realidad, está haciéndole "una pierna" a un compañero, que él no sabe nada del tema y que me quede tranquilo que después de las 20 horas entra uno que puede venir a arreglarme lo que sea.

 Le contesto si se da cuenta que todo un sanatorio está incomunicado, lo que no sólo quiere decir que nadie puede pedirnos un médico sino que, incluso, no podemos comunicarnos entre las distintas secciones, algo interesante por ejemplo si pasa que un internado empeoró y hay que ubicar al internista de guardia. Entre millones de ejemplos que podría imaginar. Después de una discusión le digo que me importa tres pepinos cómo se cubren las guardias, que llame a alguno que sepa y que si en una hora no hay nadie en la Española arreglando los teléfonos, yo iba a llamar a nuestro Gerente General para que hable directamente con el Presidente de Antel. Resultado: en menos de media hora vino un tipo y arregló todo.

 No cuento esto para que me aplaudan y digan: qué machito. Hice simplemente lo que tiene que hacer un jefe -esta discusión no tenía que tenerla un simple empleado, no le pagan para eso- porque quien tiene esa responsabilidad no sólo tiene que tener un mínimo de personalidad, sino conocimiento de su tarea y de cómo encarar la vida, en general. Cuando entré a trabajar, con 19 años, no hubiera guapeado así. No fue ninguna hazaña, por Dios, fue utilizar el sentido común, ¿pero cuántos de los jefes actuales, que ingresaron directamente de la calle con el cargo por ser hijos de un político o amigos de la hija del anterior Gerente General, tienen el mínimo nivel para hacer lo poquito que hice bien esa vez?

 


 Si esto es (o debería ser) imprescindible para ser Jefe de Sección, imagínense que el Gerente General tendría que tener también, sí o sí, determinadas características no sólo de temperamento para no flaquear cuando tenga que tomar medidas disciplinarias o decisiones fuertes, sino además cierto control y equilibrio para no dejarse llevar por emociones primarias y poder decidir lo mejor en cada momento, lo que suele no ser demasiado fácil. No sirve de mucho un pusilánime que tiembla ante cualquier problema, pero tampoco un rinoceronte que se da mil veces la cabeza contra la pared.

 Hay muy buenos ejemplos -muchos- de lo que no se debe hacer en el Gerente que se acaba de ir, pero hoy citaré lo que pasó con los dos últimos Jefes Médicos de Oftalmología. La semana que viene traeré otros casos porque material hay de sobra.

 El primero se llamaba D.C., era unánimemente considerado como un excelente oculista y pronto venció con su capacidad técnica a los mal pensados que le criticaban (envidia, sí) haber llegado joven a su cargo de Jefe en la especialidad y siendo hijo de otro Jefe. Un día fue al Despacho de Gerencia a entrevistarse con nuestro héroe y presentarle alguna nota correspondiente -es lógico suponer que el Jefe de una especialidad tenga temas para tratar con el Gerente General- y éste, cuando le avisaron que el Doctor D.C. quería hablar con él, gritó:

- ¿Qué mierda quiere ese rompebolas?

Abren la puerta, pasa el oculista a reunirse con el Gerente y le dice: 

- Señor Gerente, aquí tiene la nota sobre el cargo a cubrir (*) y en media hora, entrego en la Secretaría mi renuncia a esta mutualista, porque yo no tengo por qué soportar que se me trate así.

Y renunció, nomás. Se me podrá decir que, con el C.V. que podría presentar, conseguiría fácilmente trabajo para cubrir el que abandonaba. Y contesto que sí, y que si lo tenía, era por mérito de él. Pero también agrego que tuvo la dignidad y los huevos que muchísimos otros, en su lugar, no tuvieron.

En lugar del Doctor D.C., el Gerente nombró al Doctor R.M. Ni parecido. Muy discutible como médico y, además, tenía la desagradable costumbre de -ya que tenía policlínica hasta las 23 horas- llamar a Despacho de Números y exigir que telefonearan a los socios que habían sacado los números altos y convencerlos que vinieran lo más temprano posible para borrarse mucho antes. Y seguir cobrando las horas hasta las 23.

Una tarde, en una sesión del Consejo Directivo, estaba el citado Gerente, la Ingeniera Jefa de Cómputos y el mencionado oculista -que era uno de los cuatro médicos delegados en el Consejo- y se trataba el tema de cómo ingresaban los doctores a las Historias Médicas computarizadas. El Gerente -eternamente paranoico- ordenó que entraran en su Historia personal, a ver qué médicos la habían visto y descubrieron que R.M. -repito, ahí presente- miraba cada 15 días la Historia Médica del Gerente, sin que jamás lo hubiera atendido como paciente. Resultado: éste no renunció, lo echaron.

 (CONTINUARÁ)

(*) digo, por imaginar el tema que tenían que tratar.   

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