Los boliches I

Otra vez los boliches nocturnos…

Como lo prometido es deuda, acá estoy para pagar la vuelta. En esta semana, gracias a sus valiosos comentarios aquí abajo,  salieron varios de los temas que pienso tratar en este espacio y prometo irlos desgranando de a poco en sucesivas entregas. 


Al ritmo de una caña con butiá que invita Macanudo hoy hablaremos de los boliches. Recuerdan que  Ray empezó su tercer lugar improvisado ofreciendo mesas, sillas y buen beberaje a sus personas más cercanas. Dicen que esas personas se volvieron algo así como habitués o, como les diríamos aquí, parroquianos. Anduve buscando por qué esta palabra de uso más bien religioso se coló en la barra de un bar, pero no encontré muchas certezas. Solo apuntar que, en griego profano, este término se asociaba con “vivir junto a”, "habitar cerca" por lo que podemos decir que una parroquia la conforman los que "viven junto a" o "habitan en vecindad". Y algo de eso plantea Ray de los terceros lugares, ¿no cierto?

Comenzaré con “los boliches nocturnos, amarillos de sueños perdidos…” de Don Alfredo y dejaremos para otra oportunidad el bochinche y el bailongo que proponen Los Náufragos. Advierto que muchos de los ejemplos que daré se nutren de mis recuerdos montevideanos y, más específicamente, del pasaje por ciertos barrios (Centro, Cordón, Palermo) que me albergaron en mi adolescencia y primera juventud. Por lo tanto, invito a la comunidad a que me cuenten cuáles son esos boliches, cafés y bares que los marcaron y qué recuerdan de ellos para abrir un poco más el abanico. 

Hoy presento uno que quizás no es tan nocturno ni azulado en humos y vinos. El Sorocabana de la Plaza Cagancha  me tuvo como circunstancial niña parroquiana en los 90, cuando mi abuela iba a tomar un café y me invitaba un helado o exprimido de naranja. Los recuerdos de ella, de sus encuentros con otros inquietos por el saber en los 60, de mi viejo y sus reuniones post cierre de redacción, del pocillo de café eterno que bancaba esas tertulias hasta la madrugada... Hace poco, yendo de visita a M24, me enteré que el local de 25 de mayo ha vuelto a abrir pero tanto en sus inicios como ahora responde a otras lógicas y otro tipo de clientes. El local de la plaza cerró a fines de los 90, se trasladó a la calle Yi, en un local donde luego funcionó El Ciudadano, para luego desvanecerse en la memoria de los montevideanos.
 
Pantaleón Astiazarán, médico y fotógrafo uruguayo, llevó por mucho tiempo un registro muy valioso de los habitués de esas mesas de mármol y sillas curvas. Según cuenta en su blog, comenzó a tomar fotos en el Sorocabana por 1972: 

“Probablemente fue por esa época que comencé a tornarme cliente asiduo y a encontrarme con mis amigos a ciertas horas, algunas veces de mañana y otras de tarde. Tenía 24 años y la mayoría de los demás habitués eran más viejos que yo. Aunque invariablemente tenía la cámara conmigo, no siempre fotografiaba. Además, era obvio que el café iba a estar ahí para siempre,  habría tiempo de hacerlo más tarde y yo, naturalmente, también iba a estar disponible y cámara en mano para hasta el fin de los tiempos. No hay nada comparable a las certezas que uno tiene cuando es joven”. 

Evidentemente a Panta le fascinaba contemplar el mecanismo de esos terceros lugares, y supongo que, a través de sus fotos, intentaría entender cómo se encontraba la gente, para qué, con esa sensación de estar en un lugar seguro y en apariencia eterno que mencionaba algún lector en los comentarios. 

Café Sorocabana, Montevideo, 1974. Foto de Panta Astiazarán.


De la foto que comparto, el mismo Panta señala: 

“Los dos ancianos habían estado hablando durante un rato en medio del bullicio del café. Sentado en una mesa vecina con un par de periodistas brasileños, yo no perdía de vista al de la corbatita de lazo, un personaje que me parecía surgido de otra época. El otro dijo algo que su amigo no escuchó bien y tuvo que acercarse más para repetírselo al oído y entonces disparé la cámara. Ambos personajes seguramente se han ido hace tiempo, eso fue en 1974, y los secretos y confidencias que quizás se confiaron esa tarde se perdieron para siempre, pero el gesto perduró, rescatado del naufragio del tiempo por el conjuro fotográfico.”

Habrán notado que aún no apareció el alcohol como compañero de estos encuentros. Investigando si existía una explicación a esta diversidad en la oferta de bebidas, me topé con Perfect Daily Grind (PFG), una publicación destinada a difundir información a todos los que viven de la industria del café. Según este sitio, las primeras tiendas de café abrieron en Inglaterra allá por 1650 ofreciendo la posibilidad de que las personas se reunieran sin consumir alcohol. Obviamente ya existían las tabernas donde la gente podía terminar a altas horas de la noche (e incluso durante el día) con alto nivel de alcohol en sangre y bajo nivel de atención a la realidad que la rodeaba. Pero esto era distinto. Por ejemplo, la disposición física de estos primeros cafés habilitaba a que gente de distintos orígenes se encontrara alrededor de mesas largas donde se iban sentando por orden de llegada: “La gente podía conocer a alguien que nunca había visto antes y que no encontraría en ninguna otra circunstancia. Podían hablar de igual a igual”, dice el profesor Jonathan Morris, citado en PFG. Ese ambiente distendido fue generando habitués, personas con intereses comunes que se reunían en el mismo lugar. Y al precio de aquel eterno pocillo de café las personas compartían penas y alegrías, debatían y adquirían nueva información y diversas maneras de ver el mundo. 

El Sorocabana no servía alcohol ni tampoco comidas. Ese era un diferencial con respecto a cafés que existieron previamente en la ciudad. De estudiar el 900 en Literatura del liceo recordarán haber hablado del  Tupí Nambá  o del Polo Bamba donde los dandys e intelectuales del momento se encontraban a debatir y compartir sus escritos. Otra novedad del Sorocabana era contar con varias clientas mujeres (como mi abuela). Si bien su ambiente era eminentemente masculino no era raro encontrar mujeres en el local de la Plaza Cagancha: Magisterio funcionaba en el actual Museo Pedagógico y el taller de Torres García donde hoy es el Teatro Circular. “A fines de los 40, cuando todavía era raro ver una mujer sola en un café, Idea Vilariño iba al Sorocabana sola y a nadie le llamaba la atención”, dice el periodista Alejandro Michelena entrevistado por Alina Dieste. 

En esa misma entrevista, Michelena explica el fenómeno cultural que significó este local en Montevideo: 

“El Sorocabana de la Plaza Cagancha era muchas cosas, pero sobre todo un espacio, por eso el café de la calle Yi nunca fue lo mismo. La esquina donde estaba ubicado, la forma del salón, llena de rincones donde la gente se refugiaba, con columnas para esconderse, los ventanales que interactuaban con la Plaza: esas características lo transformaron durante décadas en el Gran Café de la ciudad, un café adonde iba todo el mundo, desde el magnate al pordiosero, desde el ministro al ciudadano anónimo. Durante décadas fue el microcosmos del macrocosmos que era Montevideo. La sociedad montevideana se representaba en el Sorocabana, con sus inmigrantes de todos lados, sus ruedas culturales pero también empresariales (...). Escritores, políticos, comerciantes, bohemios, profesionales, académicos, todos tenían su mesa, incluso los sordomudos. Y las mesas eran respetadas. La tertulia de Reyes Abadie de las mañanas tenía las tres mesas cerca de la primera ventana, y si por alguna razón alguien entraba y se sentaba allí, el mozo sugería cordialmente que las dejaran libres. A Marosa di Giorgio también se le reservaba un lugar”. 

Es así que si tuviéramos una lista de verificación de los terceros lugares podemos decir que este café cumplía con creces varias de las características que señalaba Oldenburg. El Sorocabana se configuraba como un espacio neutro, era un lugar de nivelación (pues no se centraba en el estatus de cada persona), se sentía como un hogar lejos de casa, la conversación era su actividad principal, era accesible y se reconocían patrones habituales de conducta.

Igualmente, no podemos dejar de mencionar que al observar otros boliches podemos encontrar diversos cortes sociológicos, de clase, de género, que no siempre reflejan aquel espíritu de los café de finales del siglo XVII que mencionamos más arriba. Alcanza con recordar que en pleno siglo XX -al decir de Les Luthiers- el café Sokos de 18 y Yi impedía la entrada a personas afro y que ir al boliche después del laburo era y es un privilegio al que no todos pueden acceder. Esta es una de las fisuras de la teoría de los terceros lugares que analizaremos en próximas columnas. Sin embargo, por ahora, quiero que se sigan enamorando de ella. 

Para culminar, retomo un comentario que me movilizó y me llevó a investigar. Parece ser que la reconocida cadena de cafés Starbucks a principio de los 90 justificaba su estrategia de experiencia del cliente en la teoría del tercer lugar. Según cuenta Juan Pablo, aún hoy la menciona en las inducciones que da a sus empleados.  En un libro del 2002 llamado Celebrando el tercer lugar, el mismo Oldenburg le respondió a la afamada empresa... ¿Qué se imaginan que pensaba el viejo Ray? Lo sabremos en una próxima entrega…

Comentarios

  1. Genial recorrido por aquellos lugares de refugio, donde se podía tener 16 u 86 y convivir frente a una taza y un amigo, sin las prisas que la rentabilidad del espacio comercial dictan hoy. Quizás de los favoritos entre mis amigos fue el Espresso Pocitos y La Giralda. ¡Y encima aparezco por esas mesas del tercer lugar! Nos vemos la próxima!!!!

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  2. Gracias por tu lectura atenta y tu comentario! De rentabilidades hablaremos en la próxima si la sirena no se ofende...

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  3. Gracias Jimes.
    El primer recuerdo que tengo es el bar/boliche en el interior donde pasé mi adolescencia jugando al pool hasta el amanecer.
    Eramos un grupo de gurises, y ese era nuestro lugar de reunión. Recuerdo jugar al pool y que se sumara el panadero del local de al lado, y terminar desayunando bizcochos recién hechos con caña con coca cola (un elissir)

    Al venirme a estudiar a Montevideo, tuve varios de esos lugares a finales de los 90's.
    Rescato 3, de los cuales dos estoy seguro que ya no existen:
    - Nunca Jamas en la calle Soriano, con su carta de juegos de mesa.
    - Acuarela, que era una bolichito en la calle Maldonado o Canelones esquina Herrera y Obes (o por ahi), que servía sangría verde y que fue donde escuche tocar por primera vez al Gato Eduardo.
    - Los jueves de zapada en la Bodeguita del Sur.

    Aguardamos a ver que decía Ray.

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  4. Nunca consumí bares de esa forma, analcohólica y tertuliana. Siempre fue ingiriendo bebidas fermentadas o destiladas.
    Uno que no ingresó en la lista de la entrega anterior es Shelter Patio Cervecero. Empezamos a ir con unos amigos cuando era la casa de los dueños y había que reservar mesa por whatsapp, intercambiando con personas y no bots. Luego se sumó un socio que era amigo de esta pareja de amigos, por lo que comenzamos a ir más seguido. Hasta fuera del horario de servicio para fiestas privadas. Hermoso refugio de la ciudad. A una manzana de distancia de Constituyente, pero sin nada del bullicio.

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  5. Excelente, me transportó a mis 9 o 10 años, a la "confitería" Maricarmen (Artigas), que fue un lugar de encuentro de la intelectualidad de la época, y con el agregado de los poetas del lado brasilero, gente como cyro Martins, Lilia Ripoll y luis Meneses.
    Y cuánta falta hacen hoy esos terceros lugares

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  6. Sin duda que el correlato de este lugar en unos de los lugares en el interior donde viví unos años sería la emblemática Confitería Irisarri de Minas.

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  7. Que lindo!!! Felicitaciones, divinos recuerdos

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