Hace muy poco hubo un acontecimiento que sacudió el mundo entero sin dejar indiferentes a políticos, medios de comunicación y movimientos sociales. No me refiero a ninguno de los conflictos bélicos en curso ni a ninguna enfermedad viral, sino al tour de una artista, concretamente la cantante Taylor Swift.
Acampadas de días para conseguir estar lo más cerca posible de la ídola, polémicas locales y una película que lo retrata todo forman parte del fenómeno cultural y económico del momento, que incluso involucró a políticos pronunciándose como parte del fandom en medio de una gira que ha movido billones de dólares… y de datos.
Aparentemente, durante las tres noches que la artista se presentó en Wembley en junio, se generó un tráfico de datos de unos 16,7 TB mayor al habitual, el equivalente a unos 5,5 millones de fotos de un smartphone promedio. Las cifras son impresionantes: 152 shows por todo el mundo y diversas manifestaciones de las ya célebres swifties, nombre con el que son conocidas sus seguidoras, que en muchas ocasiones han sido blanco de ataques por las contundentes demostraciones de euforia y devoción.
El año pasado, y como mero anecdotario de los titulares que ha generado el “The Eras Tour”, se dieron conflictos de gravedad. Uno producto de revendedores que trataron de generar una venta anticipada paralela en las enormes colas de fanáticos agotados, incluso utilizando la violencia y los precios eran, evidentemente, elevadísimos. La policía debió tomar cartas en el asunto. Incluso el tema llegó al Congreso Nacional de Brasil, que presentó la “Ley Taylor Swift” regulando la reventa de entradas a eventos en el país, incluyendo duras penas a los especuladores.
También en Brasil horas antes del concierto en Río de Janeiro, la empresa encargada del show tomó la decisión de prohibir a los asistentes llevar sus propias botellas de agua, con el claro fin de lucrar. Las fanáticas estoicamente se congregaron bajo el rayo del sol, a una temperatura registrada de 59,3 °C. La organización de Swift repartió botellas de agua entre el público de todos modos, pero Ana Clara Benevides falleció en su traslado al hospital después de desmayarse durante los primeros minutos del concierto. Tenía tan solo 23 años.
En Italia ha tenido que intervenir la fiscalía pues algunas páginas web están ofreciendo entradas en reventa que parten desde los 5.000 y alcanzan los 13.000 euros para el próximo concierto en Milán.
Las enormes filas de espera al sol de Río. |
La artista, que arrastra la pasión de millones de jóvenes y cuya bandera y casi sobrenombre es la resiliencia, ha generado a su alrededor un mensaje contradictorio en torno a una industria que busca sacarle el mayor rédito posible mientras dure el affaire con el público, ya confirmado múltiples veces voluble con estos romances. Se la ha comparado con la Beatlemanía, sus seguidoras la apodan “madre” y si esto le parece mucho, le cuento que en Filipinas quieren hacer un estadio específicamente para recibirla en el 2028.
A menos de 150 km de donde se desarrolla esta polémica nace en 1983 Diego Fusaro, un filósofo cuyo último libro se titula “Odio la resiliencia: contra la mística del aguante”. En él cita: “Los últimos 10 años cuentan la historia de nuestra resiliencia”, palabras de Obama en el 2011.
El provocador y reciente libro de Fusaro. |
Fusaro compara los conceptos de resiliencia y distingue el buen uso de la palabra del uso que instrumentaliza el poder, de modo que soportemos sumisamente situaciones que son reversibles, una doctrina del auto fustigamiento.
Compara al indiferente con el resiliente, ya que ante un mundo que no puede ser transformado, se adapta. En lugar de cambiar al mundo, se cambia a sí mismo. Se trata de la adaptación del sujeto al objeto. Buscamos en nosotros la clave para resolver los problemas sociales e interpersonales, por lo tanto, el problema con el orden existente es uno personal, biográfico. El resiliente es un optimista que debe superar traumas y malestares y adaptarse a lo que hay, doblarse, pero no quebrarse.
“Be water, my friend”, dijo Bruce Lee y una marca de coches de alta gama lo usó en una publicidad.
El pensador italiano Diego Fusaro. |
Durante la gira, la artista ha donado una parte de los ingresos de las entradas a organizaciones y causas como la educación para niñas en lugares donde se les dificulta el acceso a la misma, la lucha contra el hambre y la intervención en zonas de desastres. Los fans han adoptado la tradición de intercambiar pulseras de amistad en los conciertos. Hay incontables historias de solidaridad entre quienes esperaban por días para conseguir entradas o acceder a los estadios, experiencias únicas para aquellos que sienten la música de Swift como un soporte emocional. Y esta joven mujer no es solo una imagen que se presta para vender y venderse, ya que impuso sus reglas a una industria titánica regrabando canción por canción para recuperar sus derechos, ejemplo de otra palabra truculenta: el empoderamiento.
Coincido con Fusaro en que las palabras son empleadas por el poder político y económico como método de manipulación y de ese modo explotar más eficientemente al individuo, y sin dudas resiliencia ha sido una de estas premisas que inunda los intentos de venta de cursos de mindfulness en Instagram, pero no veo la relación semiótica en el ejemplo de los seguidores de Taylor Swift.
Si esa palabra es tomada por un colectivo y resignificada en un rayo de sol que atraviesa las cortinas cerradas a una calle hostil o una canción ayuda a alguien a tomar coraje para enfrentar su día con optimismo, en esa batalla dialéctica del sentido habrá triunfado el espíritu humano sobre el mercado. Entonces celebro la popularidad de la palabra resiliencia.
Muy interesante columna, muy interesante Fusaro.
ResponderBorrarAhora, la Taylor... Aparte de estar divina, tiene algo interesante que dar, como artista. Sabe "un acorde invertir" como pedía Dino?
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